Para
muestra, un botón
Jueves Santo en una catedral
española. Eucaristía de la Cena del Señor presidida por el obispo, acompañado
de un sacerdote, un diácono y cuatro acólitos. Liturgia bien cuidada y solemne.
Monición sobre el lavatorio de pies: se insiste en el valor del servicio a los
hermanos. En el presbiterio están sentados doce ancianos de edad
considerablemente avanzada. El obispo comienza el lavado, que tiene un carácter
obviamente simbólico. Toda la comitiva (en total, siete hombres) va
deteniéndose ante cada uno de los ancianos. Tras ellos, a una distancia
prudente, dos mujeres ayudan a cada anciano a ponerse el calcetín, a calzarse y
a abrocharse los zapatos. Más tarde son ellas quienes los acompañan de vuelta a
sus asientos en la iglesia. Tantos hombres –pensé- para que al final el
servicio real y eficaz lo desempeñen las mujeres.
Debo reconocer que la escena me
resultó chocante y que, en lugar de contribuir a centrarme en lo que estaba
celebrando, consiguió todo lo contrario. Una experiencia sin embargo nada
anómala: una expresión litúrgica ortodoxa, en absoluto improvisada, diría que
mimada, acorde con todas las rúbricas, que, sin embargo, no solamente no
consigue conectar con buena parte de los fieles, sino que se da de bruces con
la cultura en la que se desarrolla.
Una
celebración en cuya concepción no han intervenido mujeres
No cabe duda de la riqueza de
nuestra tradición litúrgica. Creo que no sería deseable ni oportuno adentrarse
en la liturgia ficción tratando de imaginar qué habría sucedido si las mujeres
hubieran tenido ocasión de aportar a los tratados litúrgicos su experiencia, su
sabiduría, su modo de vivir la fe. En cualquier caso, no se ha contado con
ellas, como ha ocurrido en tantos otros ámbitos, y además se ha considerado
“natural” esta ausencia. En realidad, la ausencia no ha sido percibida como
tal, aún hoy, por muchos. Una primera cuestión, pues, tiene que ver con la
participación de las mujeres no solamente en la práctica de la liturgia en
parroquias y comunidades, sino en su concepción, revisión y elaboración. Para
lo cual es necesario, obviamente, que las mujeres tengan mejor acceso a la
formación teológica y que las decisiones que afectan a la liturgia se tomen de
forma paritaria.
Diecinueve
hombres en el presbiterio, y ninguna mujer
Dejando aparte la oportunidad o no
de que solamente los varones puedan presidir la celebración Eucarística, cabe
preguntarse por qué las mujeres no pueden ser diaconesas, ni acólitas
instituidas (aunque he visto mujeres revestidas efectuando servicios al altar
en lugares como la catedral de Mainz o la de Nôtre Dame de Paris), o no hayan
sido consideradas dignas, hasta la reciente modificación del papa
Francisco, de que el celebrante, en la
Cena del Señor, les lave los pies.
He vivido la humillación de algunas
mujeres –de probada bondad y experimentado y discreto servicio eclesial-
acostumbradas a repartir la comunión y enviadas con malos modos a sentarse
cuando el celebrante pasó de ser el párroco habitual a ser otro sacerdote. Un
hecho que además levantó ampollas en la comunidad cristiana en cuestión, que lo
vivió con irritación, pero la norma es la norma: donde hay sacerdote, no hay
laico. Ni laica, claro. Tal vez exista algún argumento teológico –lo
desconozco- que impide que las mujeres colaboren en estas tareas, pero, al
margen de quien presida una celebración, me parece sano y equilibrado que en el
presbiterio, y en función de las tareas asignadas, se visualice la aportación
de hombres y mujeres.
Hemos avanzado, en cambio, con la
colaboración de las mujeres que se ocupan de dirigir la celebración de la
Palabra en los lugares donde una Eucaristía es inviable por la carencia de
presbíteros.
La
excesiva timidez del símbolo
Otro aspecto que me llamó la
atención es la distancia entre la realización del símbolo (ese verter agua en
un pie, secarlo rápidamente y pasar al vecino) y su significado. Sin duda,
lavar doce pares de pies en una Eucaristía requeriría mucho tiempo. Pero sin
embargo, este es un símbolo potente que yo creo que se desaprovecha. La mayoría
de mujeres (y por suerte cada vez más hombres) hemos experimentado que el acto
físico de lavar a otro (un rol que probablemente hemos desempeñado infinidad de
veces en el cuidado de las personas) comporta proximidad, contacto físico,
mojarse –nunca mejor dicho-, y es expresión de afecto y de amparo. Por otra
parte, llama la atención que en el lavatorio arriba descrito los elementos que
son propiamente no simbólicos, sino de servicio real son los que quedan al
margen, los que no son valorados... y los que realizan las mujeres. ¿Se hubiera
producido un caos litúrgico si un acólito hubiera calzado a un anciano?
Creo que la utilización de los
símbolos en nuestras celebraciones a fuerza de estilización, resulta tan
abstracta, que dificulta encontrar su sentido. Ocurre con la administración de
los óleos y del agua, ocurre con un pan que no se asemeja al que comemos
diariamente, ocurre con un vino que la mayoría de veces los participantes en la
Eucaristía no probamos, o con un fuego pascual que a veces roza el ridículo. Es
como si se considerara que cuando un símbolo se hace concreto, sus aspectos
prácticos (tan cercanos a la cultura tradicional de la mujer) hay que
desestimarlos, cuando son un buen punto de conexión con la vida real y
cotidiana.
Solemnidad
litúrgica versus contaminaciones periféricas
La celebración perfecta a veces
viene acompañada de una cierta frialdad. Ya sé que se espera de los fieles la
“actuosa participatio”, pero no siempre la comunidad consigue expresarse a sí
misma en la celebración litúrgica. Dicho de otro modo, debería notarse la vida
de la comunidad, lo que preocupa en su entorno, sus afanes, las relaciones
entre sus miembros y sus vecinos, y muy especialmente su relación con los más
pobres. La Eucaristía debería reflejar el carácter y los anhelos de quienes
participan en ella. Y en estos anhelos deberían estar incluidos los que viven
en la “periferia existencial”, como dice el papa Francisco. Parte de esta
periferia suele estar atendida por la pastoral de la salud y por las Cáritas
parroquiales, servicios realizados muy mayoritariamente por mujeres. Deberíamos
preguntarnos cómo hacer para descompartimentar nuestras comunidades de modo que
lo que se vive en Cáritas se transmita a la Eucaristía y llegue así al conjunto
de la comunidad, no como una anécdota excepcional, sino como una parte
substancial de nuestra fe, lo cual, de por sí, favorecería una mayor
participación activa de las mujeres. En realidad, la responsabilidad de Cáritas
es claramente un servicio propio de un diaconado, que podría estar vinculado al
altar, y ser realizado por una mujer (no obstante, las muy femeninas Cáritas
muy a menudo son dirigidas por hombres!).
Y otra cuestión es cómo las personas
que sienten inquietud espiritual, pero no han descubierto la fe en Jesús, las
personas que padecen por cualquier causa, las que están enfermas física o
psíquicamente, las que están en paro o se sienten marginadas de alguna manera,
pueden sentirse bien acogidas en cualquiera de nuestras celebraciones. Esto tal
vez signifique saltarse alguna rúbrica, repensar los espacios, adecuar el
lenguaje... Es probable que la consecuencia sea una liturgia un poco
contaminada. Pero es lo que tienen las periferias, ya en el tiempo de Jesús.
Un
lenguaje litúrgico que debe conectar con el código cultural
Aunque la liturgia se manifiesta a
través de las palabras, su fuerza radica precisamente en que es también una
expresión no verbal, que conecta con facilidad con el arte y con la
interioridad sin mediar necesariamente una explicación racional. El símbolo, el
gesto, la acción nos acercan al corazón del Misterio. Sin duda, nuestras
celebraciones conectan con expresiones universales comunes a todas las
culturas, pero sin duda también se ponen en diálogo para bien o para mal con el
código cultural que las acoge. Y ahí es donde se produce una gran fisura. El
mero hecho de que en las celebraciones las mujeres tengan un rol pasivo o
invisible, rechina en una sociedad en la que la presencia femenina se ha hecho
imprescindible en todas las instituciones. Si esto, a muchos cristianos de a
pie, nos incomoda, creo que se convierte en una barrera importante para la
evangelización, porque, por activa o por pasiva, la liturgia no deja de
expresar cómo son las relaciones entre los miembros de la Iglesia. Y estas
relaciones están marcadas por una histórica desigualdad.
Mientras las mujeres no nos sintamos
valoradas por la Iglesia, el mensaje de Cristo permanece velado. ¿Son
prejuicios? Probablemente, pero bien alimentados por algunas voces
eclesiásticas cualificadas que consideran que ningún discurso de género debe
tener cabida en la Iglesia. Como si Jesucristo mismo no hubiera desafiado
tantos prejuicios en relación a la mujer. Mientras la aportación de las mujeres
al culto, a la pastoral, a la organización, no sea valorada suficientemente,
nuestras comunidades sin duda se empobrecen y entorpecemos la transmisión del
Evangelio.
Algunas cuestiones,
a modo de conclusión- ¿Por qué la liturgia, a pesar de su carácter central en la vida cristiana, ocupa un lugar tan discreto en la formación teológica básica que se ofrece tanto en parroquias y movimientos como en las facultades de teología?
- ¿No debería promoverse el estudio de la teología y la liturgia entre las mujeres? ¿Por qué los activos de formación teológica y pastoral de la Iglesia se dirigen preferentemente a quienes van a ser ministros ordenados? ¿Qué proporción de mujeres (y de laicos en general) obtiene becas y se doctora en las grandes universidades católicas? Creo que sería justa y necesaria una política eclesial que contribuyera a equilibrar la paridad entre sabios (y sabias).
- En el pensamiento litúrgico, ¿cabrían otras aportaciones interdisciplinares aparte de las que proceden del ámbito estrictamente teológico y técnico de la liturgia? Al fin y al cabo, la liturgia comprende la vida entera. Y ahí las mujeres pueden hacer aportaciones valiosas desde las ciencias humanas y sociales. Porque sin duda las disciplinas donde se tiene en cuenta la relación con las personas (educación, enfermería, trabajo social, antropología, psicología...) suelen ser campo “de mujeres” (que va abriéndose lentamente a los hombres) y aportación imprescindible para comprender el lenguaje de nuestro mundo.
- A veces, algunos liturgistas da la impresión de que se plantean la liturgia como un desarrollo normativo. Por lo tanto, la bondad o no de una determinada celebración no se mide por su impacto en la comunidad (difícil de valorar, ciertamente), sino por su ajuste a la norma. ¿Qué tal si se tuviera en cuenta a los equipos litúrgicos laicos parroquiales o de las comunidades? Seguro que sus observaciones sobre qué funciona y qué no funciona y cómo se percibe la liturgia en su entorno son también valiosas.
- ¿Por qué no se se reconocen más explícita y visualmente (una forma de hacerlo sería vestir el alba) los servicios al altar que los laicos y laicas realizan? Disponer lo necesario para la celebración, ejercer como acólita, leer, preparar moniciones y plegarias, dirigir los cantos, repartir la comunión, recoger la comunión para los enfermos…
(Article a punt de publicar-se a la revista Phase)
Comentaris
Fes difusió masiva. Jo ho faré.
- Recordeu la benedicció de l'altar a la bssílica de la Sagrada Familia amb Benet XVI?.
- Quan vàrem celebrar el 10è. aniversari de la diòcesi de Terrassa, el 15 de juny de 2015, eren uns 30 homes i 2 escolanetes. Va ser motiu de reflexió en la reunió del Consell Pastoral Diocesà, al que pertanyo. Va ser evident que tots el homes estaven justificats així com l'evidència de manca de voluntat i d'imaginavió per canviar, de transgredir (Per què no hi era la superiora del Puigraciós ?, ... la ...
"algunas voces eclesiásticas cualificadas que consideran que ningún discurso de género debe tener cabida en la Iglesia".
Si estranyar-se per la manca de normalització en la participació de les dones a la litúrgia s'ha de confondre amb les reivindicacions de gènere, malament anem i el procés de desconnexió entre llenguatge litúrgic i codis culturals continuarà la seva evolució imparable.
Jordi, és que comença a estar de moda entre bisbes i liturgistes afirmar que el discurs de gènere és tan dolent com el marxisme. I, vés, a mi m'agraden totes dues coses. Però quan es tracta de parlar de la dona a l'Església ho arreglen qualificant-lo de malèvola influència feminista. Ai!