Ja ha arribat: la felicitació nadalenca de la Dolores Aleixandre, que m'agrada compartir amb tots vosaltres.
Vivimos atemorizados por los mercados, esa especie de ogro corporativo
y siniestro al que hay que tener contento aunque nos esté asfixiando y
triturando. Giramos en torno a sus estados de ánimo y al punto de la mañana ya
estamos pensando: ¿cómo se habrá despertado? ¿estará irritado y nos pegará un
zarpazo? ¿qué podemos hacer para que no frunza el ceño? Bramamos contra él y lo colmamos de
vituperios sin darnos cuenta de que, en el fondo, nos está prestando el servicio
impagable de que como “el malo” es él con su codicia insaciable y su carencia absoluta
de ética, no necesitamos mirarnos al
espejo y preguntarnos: “Espejito, espejito ¿no me estará contaminado a mí el estilo mercado, aunque sea en talla
junior?”
En una de sus parábolas, cargada de cierto humor negro, Jesús cuenta la historia de un hombre que
tuvo una gran cosecha (o se apañó un retiro millonario) y se puso a echar
cálculos: “¿Qué puedo hacer? Ya sé lo que
voy a hacer: derribaré mis graneros y
construiré otros mayores para meter mi trigo y mis posesiones (o conseguiré
un ERE) y después me diré: Querido,
tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta (
y búscate un paraíso fiscal…). Pero Dios
le dijo: ¡Necio!, esta noche te reclamarán la vida (estás al borde del
infarto…). Lo que has guardado ¿para
quién será? (se lo va a llevar Hacienda…)” (Lc 12,16-21). Es curioso que el reproche merecido no sea de
índole moral sino intelectual: más que como un sinvergüenza aparece sencillamente
como un imbécil.
Aquellos graneros son el símbolo de ese modo de vivir que tan bien
conocemos: hay que defender “el grano” de lo que poseemos de cualquier tipo que
sea y, para eso, hay que levantar muros protectores que lo
pongan a salvo. Si no estamos con cien ojos, nos comportaremos como clones del
personaje de la parábola y su modelo
granero: “Ya sé lo que hacer” , repetimos como él, “blindaré los accesos a “mi grano”, que ya
está bien de tanta solidaridad; protegeré
mi sensibilidad y cambiaré de canal en cuanto empiecen esos documentales
espantosos de niños famélicos; buscaré los
informativos que refuercen mis convicciones: “a los que piden en las calles los
ponía yo a asfaltar carreteras”, “los parados que espabilen”, “los inmigrantes,
que se vuelvan”…
Pero, aunque estamos para pocos villancicos
y bombillitas de colores, llega la Navidad con su modelo pesebre: sin puertas, sin alarmas, sin defensas, abierto a cualquiera que quiera acercarse y llevarse ese “grano” que descansa sobre él. Es la otra manera de vivir inaugurada por Jesús
que intenta seducirnos con su estilo alternativo. Hay que reconocer que él
llevaba ventaja porque nacer en un
establo en vez de en una casa como Dios manda, lo marcó para siempre y con poco
remedio. Y es que como te descuides en la elección de relaciones y se te
arrimen peones agropecuarios no cualificados, ya no te vas a quitar nunca de
encima a esa gente: te rodearán, te empujarán y te incordiarán a todas horas: “Tengo a mi hijo endemoniado con el paro”.
“No tienen vino ni papeles tampoco”.
“No soy digno de que entres en mi casa,
que tengo alquiladas todas las habitaciones para pagar la hipoteca”. “Señor, que vea cómo llegar a fin de
mes”; “Aumenta mi fe que todos mis amigos son de los “indignados” y no
entienden que yo sea creyente”… Y detrás
de todo eso, un deseo desvalido y acuciante: si rozaras mi vida, si me hablaras,
si te sintiera cerca, si me dijeras por qué vale la pena vivir…
Y él ahí, entonces y ahora, tan a la intemperie como en Belén, tan expuesto
como un pan que se parte. Acogiendo todos los gritos y todas las lágrimas de un
gentío abatido y derrotado: “Ánimo, no
tengas miedo, yo no te condeno, vente conmigo,
tus pecados te son perdonados, levántate, sal fuera, vete en paz. Mi vida es para vosotros: tomad, comed…”
No sabemos ser como él, pero si su existencia nos sigue deslumbrando,
podemos dejarnos caer esa noche por las afueras de Belén, contemplar un rato el
pesebre y repetirnos de nuevo la pregunta: “¿Qué puedo hacer?”
Quizá la respuesta no nos resulte cómoda ni placentera, pero es de las
que llegan al corazón y lo desbordan con esa alegría que nadie puede
arrebatarnos.
(Dolores Aleixandre ALANDAR Diciembre 2011)
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